Si hay algo que me enamora de una ciudad, es la mezcla de mar y montaña. Dos elementos que, de estar juntos, seguro me atrapan.
Es el caso de la señorial Santander, una perfecta muestra de cómo pueden combinarse naturaleza, historia, modernidad y gastronomía en perfecto equilibrio.
Playas urbanas espectaculares, un puerto utilizado desde la época romana, edificios ultramodernos y restaurantes fantásticos, hacen inevitable un flechazo en toda regla. Mucho más si el marco que la contiene dibuja la silueta montañosa de los Picos de Europa, a solo una hora de coche.
Si has estado, sabes de qué hablo. Y si no, ya estás tardando mucho en decidirte a conocerla. Cualquier recorrido por el norte no se entiende sin visitar Santander, una ciudad compacta y abierta, elegante y cosmopolita, pequeña y grande a partes iguales.
Todas las épocas del año son buenas para ir. En verano, Santander se transforma en un centro vacacional de ocio marítimo, decidida a disfrutar de sus playas y puertos. Otoño y primavera son ideales para largos paseos y excursiones a los pueblos de alrededor. El invierno norteño, con sus brumas y vientos que van y vienen del Cantábrico, la vuelve misteriosa y fascinante.
Es una ciudad con carácter, dispuesta a conquistarte y a dejarse querer. Así que no te lo pienses más y pon rumbo al norte, Santander te espera con los brazos abiertos.
Y aunque, como siempre digo, hay mucho más para ver, éstos son mis planes favoritos, ya me contarás cuáles son los tuyos.
Una ciudad con 5 km de excelentes playas urbanas de arena fina y dorada, ya es un tesoro en sí misma. Santander mima su costa con esmero, haciendo aún más bonita una naturaleza espectacular.
La zona del Sardinero es, junto con el Palacio de la Magdalena, una de las referencias turísticas de la ciudad. Pero al estilo del norte, con mucha elegancia, sin aglomeraciones aún en pleno verano y manteniendo un caché que le viene de antiguo.
El extenso arenal de 1300 m, divido en dos por una pequeña península donde se asientan los jardines del Piquío, es la gran playa de Santander.
Antiguamente, cada uno de los sectores estaba destinado a un público diferente. La Primera del Sardinero, era para las familias ricas, mientras que, en La Segunda, se bañaban los que no iban sobrados de dinero.
Curiosidades de una época en la que Santander era una ciudad donde veraneaba la realeza y que, afortunadamente, han quedado atrás.
Lo que sí se ha mantenido en el tiempo, es la elegancia de los numerosos edificios emblemáticos que se construyeron frente al mar. Entre ellos, el Gran Casino, que ya tiene más de 100 años, y algunos palacetes levantados para aprovechar el tirón de las vacaciones reales.
El paseo marítimo que recorre la zona del Sardinero, es especialmente bonito, con unas vistas inmejorables sobre la bahía. Lugar de encuentro en época estival de santanderinos y turistas, lo recomiendo como uno de los mejores sitios para relajarse y caminar en cualquier estación del año.
En uno de los extremos del Sardinero encontrarás otro icono de una ciudad que tiene varios: la península de la Magdalena. Es el espacio verde preferido por locales y foráneos, con 24,5 hectáreas de superficie y multitud de actividades para todos los gustos.
Si bien es perfecta para pasear, tienes la opción de recorrerla en el Magdaleno, un delicioso tren turístico que encanta a niños y mayores.
La variedad de propuestas de la península la hace especialmente tentadora para pasar el tiempo libre. Desde la muy chic Real Sociedad de Tenis, hasta las Caballerizas Reales, un pequeño parque marino o varios museos, aquí hay de todo.
Sin duda, la estrella es el magnífico palacio, que se erige en la parte alta de la península. Es una de las imágenes más bonitas de Santander y, en realidad, de toda la costa norte española.
Fue construido a principios del 1900 por iniciativa municipal y sufragado por los santanderinos. La intención de regalarlo a los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, tenía el propósito de consolidar a la ciudad como destino turístico privilegiado. Funcionó desde 1913 a 1930, y fue en ese período cuando se construyeron las mansiones palaciegas del Sardinero.
Se decía que la Reina Victoria había encontrado aquí un buen sustituto de los paisajes ingleses que añoraba, sobre todo de la isla de Wight. Toda esta nostalgia británica se acabó con la Guerra Civil y el palacio tuvo varios usos desde entonces. Hasta que en 1941 pasó a ser propiedad de Don Juan de Borbón.
El Conde de Barcelona, abuelo del actual rey Felipe II, tuvo el “gesto” de vendérselo al consistorio en 1977. En consecuencia, el Ayuntamiento ha pagado dos veces por el palacio, al construirlo y al comprarlo. Se supone que el turismo de alcurnia de los primeros años debe de haber compensado este gasto, que no fue del agrado de muchos santanderinos.
Actualmente, el Palacio de la Magdalena, estupendamente rehabilitado en 1995, es la sede veraniega de la Universidad Menéndez y Pelayo. Durante el resto del año, ofrece sus instalaciones para congresos y reuniones de todo tipo, aunque conserva una zona museística muy interesante.
Dentro de la visita a una ciudad tan completa como Santander, no puede faltar la península ni el palacio, no te vayas sin conocerlos.
En la otra punta del Sardinero, te espera otro de los lugares emblemáticos de Santander. El Faro de Cabo Mayor o Faro de Bellavista, preside la entrada a la bahía desde un balcón privilegiado.
Y ahí aparece uno de mis rincones favoritos de una ciudad a la que le sobran encantos. La senda de Mataleñas es el camino que une las playas con el faro, a través de una ruta sencilla, pero de gran belleza.
La mayoría de los visitantes van a Cabo Mayor en coche y es una buena opción, pero no se puede comparar con la experiencia de llegar a pie. Hay múltiples alicientes para hacerlo, empezando por el magnífico paisaje de la bahía y la poca exigencia de una ruta que cualquiera puede hacer. Pero para mí también cuenta que es un sendero frecuentado sobre todo por los locales, lo que brinda un plus de tranquilidad.
La senda se inicia en la parte de atrás del Hotel Chiqui, justo al final de la segunda playa del Sardinero, donde encontrarás unas escaleras. La primera parte discurre junto a la costa y el Campo de Golf de Mataleñas. A medida que subas, también sube el nivel de las vistas sobre la Magdalena y el Sardinero, son sencillamente espectaculares.
Más adelante, ya sobre los acantilados del Cabo Menor, la panorámica enfoca al faro vigilando el horizonte. Poco después aparece la impresionante playa de Mataleñas, para mí la mejor de Santander por el paisaje que la rodea. Si quieres un chapuzón, te toca bajar (y subir luego), unos 150 escalones, que merecen la pena todos y cada uno de ellos.
Siguiendo por el sendero pegado a la costa, ya tienes el faro al alcance de la mano. Recomendación de viajero: la mejor hora es el atardecer, por las obvias razones de siempre. El sol disolviéndose en el mar es un espectáculo para ver una y mil veces.
Momento de reponer fuerzas en la cafetería de este faro, que cumple su función desde 1839, y acercarse a los acantilados sobre los que está construido. Las olas los baten sin cesar y aunque tienen una triste historia de muertes detrás, tanto accidentales como no, resultan hipnóticos y grandiosos.
Si me has leído alguna vez, sabrás que el callejeo es mi santo grial en cualquier ciudad. Más allá de las clásicas visitas turísticas que sirven, sobre todo, para resumir en un par de horas lo que llevaría días conocer, está callejear.
En Santander, además de instructiva, resulta una actividad especialmente grata. Tanto si vas paseando por el perímetro de la bahía como si te metes en el casco histórico. La oportunidad de contactar con la gente, de mezclarse en el ir y venir cotidiano de los ciudadanos para simplemente observar, es única.
Puedes empezar a recorrer la bahía desde el Paseo de Pereda, donde verás el impresionante edificio del Centro de Arte Botín. El arquitecto Renzo Piano, artífice de la obra, supo integrarla perfectamente entre la ciudad histórica, la bahía y los jardines. Hoy es uno de los símbolos de la modernidad en Santander.
En tu camino hacia Puertochico, te encontrarás con el Palacete del Embarcadero, el monumento a Los Raqueros y el Club Marítimo.
Es una antigua zona de pescadores, que actualmente cuenta con un puerto deportivo y una amplia oferta comercial y de ocio. Si sigues adelante por la calle Castelar, tendrás terrazas para elegir dónde tomarte el aperitivo. La misma calle te llevará hasta el Palacio de Festivales, el Planetario y el CEAR de Vela Príncipe Felipe.
Lo aconsejable es hacer un alto en cualquiera de los bancos ad hoc repartidos por el paseo marítimo. La combinación del azul del mar y el verde de Pedreña, justo al otro lado de la bahía, es balsámica y anula cualquier estrés.
El centro de una ciudad asomada al Cantábrico no tiene por qué ser aburrido, y éste no lo es. Podría decir que Santander es en realidad dos ciudades. Una volcada al mar y otra mirando a tierra, cada una con su tempo y sus encantos, que a veces coinciden y otras no.
El corazón está en la Plaza del Ayuntamiento, muy cerca del Mercado de la Esperanza, templo de pescados y mariscos fresquísimos. A su alrededor, multitud de calles peatonales que te llevan hasta la Plaza Porticada, otro de los símbolos santanderinos. Las calles de Arrabal y del Medio, ambientadas entre pinchos y vinos, están justo al lado del Mercado del Este.
Aquí conviene parar, es una mezcla de espacios culturales y gastronómicos que merece la pena ver y degustar. Toda esta zona de la ciudad está repleta de sitios chulos, no solo para comer o beber. También hay galerías de arte, tiendas de moda y sobre todo, muy buen rollo.
Por la noche, éste se traslada a la Plaza del Cañadío, la calle Hernán Cortés o Río de la Pila, ombligos de la movida santanderina por excelencia.
Del otro lado de Calvo Sotelo, el imponente edificio de la Catedral de Santander, con la Plaza de las Atarazanas a sus pies. Un poco más allá, la mole de Correos, y en cuatro pasos, ya te pones otra vez en el Paseo de Pereda.
Lo dicho, perfecta para el callejeo.
El Barrio Pesquero de Santander no sale en todas las guías de las mejores cosas que hacer en la ciudad. Pero yo te digo que, si no vas, es como si nunca hubieras pisado la capital de Cantabria.
No tiene nada especial y lo tiene todo. Su denominación oficial es Poblado Pesquero de Sotileza, aunque si preguntas por él por ese nombre, no sé si llegarás. Fue creado siguiendo el modelo típico de barrio obrero de los años 50 en España. Pero hoy ha crecido y se ha transformado, sin perder un ápice de su encanto.
Para cualquier marinero de corazón, estos barrios son un tesoro: barcos y más barcos de muchos tipos, el olor a mar y a lonja, todo es muy evocador. Las casas son bajas, los murales, de inspiración marítima y los restaurantes…. sublimes.
No se puede pasar por una ciudad como ésta sin catar lo mejorcito que levantan las redes de sus pescadores. Y aquí se encuentra el lugar perfecto para ello, con muchos y buenísimos establecimientos donde reina el producto fresco. Marisco y pescado recién salido del agua, casi coleando, preparado con mimo y conocimiento.
Además, sin dejarte el bolsillo agujereado, que eso también importa. Precios razonables, atención esmerada y género insuperable, no hacen falta más razones.
Por si esto fuera poco, Munitis e Iván de la Peña se han criado por aquí. Algo le pondrán al pescado, digo yo.
¡Nos vemos de pinchos por Santander!
Me llamo Cristian Goldberger y soy un viajero empedernido. Desde niño siempre he soñado con viajar y compartir mis experiencias con todo el mundo. Tras cursar una Licenciatura en Turismo, he viajado, vivido y trabajado a ambos lados del charco. Como guía oficial del Parque Nacional de Aigüestortes y Lago de San Mauricio tengo debilidad por las montañas y la naturaleza. ¿Si pudieras, te pasarías la vida viajando? Yo, desde luego que sí.
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